sábado, 30 de junio de 2007

El lenguaje, I.


A menudo es necesario no nombrar aquello de lo que hablamos. El Dios invisible de los hebreos, por ejemplo, tenía un nombre impronunciable, y cada uno de los noventa y nueve nombres que la tradición asigna a este Dios no eran sino modos de aceptar aquello-que-no-puede-ser-visto y aquello-que-no-puede-ser-comprendido. Pero aun en un plano menos exaltado, en el dominio de lo propiamente visible, evitamos a menudo divulgar aquello de lo que hablamos. Consideremos la partícula "lo". "Es lo de siempre", decimos, o "¿Cómo lo ves?" Creemos que sabemos lo que decimos, y lo que queremos decir es que la partícula "lo" representa lo que no necesita ser dicho, o lo que no puede ser dicho. Mas si lo que decimos es algo que nos elude, algo que no comprendemos, ¿cómo podemos seguir diciendo que de verdad comprendemos lo que decimos? Y, no obstante, sobra decir que lo hacemos. El "lo" de la frase precedente, por ejemplo, no es sino cuanto nos impulsa, de hecho, al propio acto de hablar. Y si la partícula "lo" es lo que continuamente reaparece en nuestro esfuerzo por definirlo, entonces hemos de aceptarlo como aquello que nos es dado de antemano, como la condición previa al acto de decirlo. Se ha dicho, por ejemplo, que las palabras falsifican lo que tratan de decir, pero decir que "lo falsifican" es admitir de antemano que "lo falsifican" es verdad, de lo que se deduce que tenemos una fe implícita en el poder de las palabras para decir lo que quieren decir. Y no obstante, cuando hablamos, a menudo no queremos decir nada en particular, y esto es lo que sucede ahora, al sentir que estas palabras caen de mi boca y se desvanecen en el silencio del que vinieron. En otras palabras, lo que se dice se dice a sí mismo, y nuestras bocas no son sino instrumentos de ese decirse a sí mismo. ¿Cómo sucede? Pero nunca nos preguntamos acerca de lo que sucede. Lo sabemos, aunque no podamos ponerlo en palabras. Y a ese sentimiento que pervive en nuestro interior, a ese secreto o conocimiento de tal modo afinado con el mundo, no le hace falta cuanto pueda caer de nuestras bocas. Nuestros corazones saben lo que albergan, incluso si nuestras bocas permanecen calladas. Y el mundo sabrá lo que es, incluso cuando nada quede en nuestros corazones.
Paul Auster, Espacios blancos, en: Pista de despegue.

1 comentario:

Clarice Baricco dijo...

Auster es uno de mis escritores favoritos.
El fragmento que compartes es buenísimo.

Abrazos