sábado, 28 de marzo de 2009

Escena y memoria

Museos


Las manos de un color apagado, cansino, la piel surcada por la imposibilidad del futuro: en esas manos desaparecen los rastros del tiempo, y eso es extraño, los rastros del tiempo son implacables, inocultables, pero sin embargo ahí es como si la caducidad se hubiera tomado ciertas licencias, y vos y tu cuerpo hubieran reconocido en la memoria la estampa de las formas del archivo y del museo, sos un archivólogo del dolor, tu cuerpo es un recinto en donde los desgarros hallan su lugar de ostentación, un brazo más delgado que el otro de haber hecho tanta fuerza, y una ceja quemada por un latigazo de sol recibido en mal momento, las manos desgastadas por la fiereza de las paredes húmedas, la garganta reseca por no haber gritado a tiempo, en el cuello el crucigrama con las palabras que prefieren ser jeroglíficos, en la espalda la curva que denuncia la fuerza de la convulsión, y tus labios, opacos de tanta sed. Tu cuerpo es un museo, despliega la sabiduría de la muerte, es el punto de fuga desde donde se puede pensar que la eternidad vive en el dolor de la desaparición, tu cuerpo desaparece, y el olvido grita con ganas, no te vayas, no ahora.
Pero el grito también se detiene, es como escribir palabras en un cuaderno sin páginas, como dibujar en el aire un gesto pretendiendo su infinitud: se disuelven, las palabras se disuelven, esta no es mi historia, no puedo llenar este espacio, en esta habitación vacía la muerte tiene un número, un número repetido en el desamparo de la ausencia, en la brutalidad desmesurada de la impunidad, en el eco de los excesos más salvajes.


Suena una canción de fondo, descolorida, impaciente, una canción ritual y un ritual desconcertante, siempre el mismo aniversario intervenido, la misma fecha incomoda. Cierro las páginas de este cuaderno, con sus páginas en blanco, y recito un poema que alguna vez leí: sin derecho a espiar / esta no es mi historia / no puedo llenar este espacio / no puedo / contar nada.
Allá, en ese campo tan verde, la brisa corre fresca, los árboles se tiñen de tiempo y todo pasa, tanta paz no puede ser sino huida. En las caballerizas se cuela el frío del otoño, el amarillo se vislumbra y el invierno se adelanta, ¿habrá primavera después de la muerte? Vagamos sombríos persiguiendo fantasmas, y entonces, para nosotros, ¿existirá el tiempo cuándo ya no nos quede otra oportunidad que saltar al vacío?



Maura Sajeva, Melina Passadore / En escena
Daniela Martín / Texto y dirección

Este texto formó parte de la programación de Escena y Memoria, por el 33 aniversario de la Dictadura militar de este país.

viernes, 20 de marzo de 2009

De un blog amigo

Escribir. Examinar, mínimamente, aspectos de la propia vida. A qué conduce ese paciente recoger de minucias; un solo instante de iluminación debiera bastarnos. Darnos cuenta que recorremos lo probado ya por incontables generaciones. Darnos cuenta. Pero entenderlo racionalmente no sirve demasiado. El que no está dispuesto a admitir que toma el riesgo de dejar alguna vez de escribir para siempre que no continúe haciéndolo.


Alberto Girri, Diario de un libro (1972).


(me prestó este fragmento Principio de incertidumbre, gracias!)

miércoles, 28 de enero de 2009

Electra en el espejo / Clitemnestra del otro lado

Paren piedras los desiertos de este país: la tierra se secó, el amor se secó, alrededor nada, las piedras cantan siglos, las flores irradian quimeras.
Nada hay para ver: escucho la pronunciación del nombre, el nombre es falso, las piedras guardan secretos, esos secretos sangran por las muñecas, las muñecas rotas de guardar secretos, la piel inquieta de golpes antiguos, el amor se secó y se quedó quieto.
La mirada perdida de una niña olvidada: olvidada de si y con los pies cansados, los pies cansados de correr, la niña perdida olvida el golpe y la piedra lo come, la piedra abre la boca, es inmensa la boca de la piedra, las olas se callan, el agua guarda secretos, las paredes nunca hablaron, las puertas siempre cerradas, la casa insomne declara la guerra, la niña cierra los ojos, se come las piedras, las piedras que guardan secretos.
El silencio habita en el cuerpo: el cuerpo enloquece y pide refuerzos, la bruma de la noche enloquece y da reposo, el desierto ingresa por la puerta delantera, el amor se secó y sembrar no sirve de nada, el hambre no cesa, el hambre es voraz, la niña tararea poemas, olvida visiones y ahoga peces muertos, mariposas habitan la casa, la casa callada, las piedras mudas, el tiempo detenido, la niña olvidada, la puerta en el medio de la casa, la luz se apaga, el amor se secó, ya se secó.

Dentro de la casa, el espejo se ensancha y deja entrar el oscuro perfil de cada día tuyo. Vendada en tules negros, me miro una y otra vez, una y otra vez, y nada sale de mis pechos más que sangre fétida, putrefacta, muerta sin haber conocido olores más felices.
El espejo me devuelve una imagen horrible, espantosa, de mí, de vos, de todo. Te haces más bella gracias a mis veladuras, a mis desgarros, a mi incondicional silencio tras las ventanas de esta casa oscura.

Esta casa, inmensa, invisible, desaparecida, abismal, está llena de susurros. Esos susurros nombran crímenes viejos, insatisfechos, quejosos, resentidos. Esta casa dice tus muertes y las del desierto de este país.

Esta casa es mi muerte.

inventario de mundos ficticios


Las suavidades del amor, las brutalidades de las palabras, los silencios del desamor, los gritos del vacío, los lugares comunes, las vidas comunes, las casas deshabitadas, las habitaciones desperdiciadas, los amores contrariados, las amistades perdidas, los pedidos que nunca voy a hacer, las muertes que soy, los cambios de piel que me cruzan, los tiempos desvanecidos, los relojes impávidos, los mares inconmensurables, las pasiones desmedidas, los cariños medidos, las cosas que fui perdiendo, los feroces miedos, las manos que me tocaron, las pieles que fui oliendo, la tuya por sobre toda las cosas de este mundo, los juegos de manos, los enojos sórdidos, las miserias que me comieron, las miserias que sigo siendo, las tristezas asfixiantes, los susurros de algunas noches, el color del recuerdo, los paisajes imposibles: escribo con una mano en el aire. a los recuerdo se los escribe caminando, como una grafía invisible que se desliza entre el espacio imperceptible del registro cotidiano, y la calidad fragmentada de las imágenes que se cuelan. se abre el tiempo: se produce una fractura, se cae la distancia, y ahí estamos: tengo 15, tengo 10, tengo 5.
Y entonces entro al tiempo, como se entra al mar, con la suavidad de las palabras como resguardo, con el salvajismo del lenguaje en la piel, con la desesperación del silencio en la lengua. entro y se lavan las costras de una piel rasgada: queda el mar royendo la distancia. entro para no oír, para no hablar, para tener más posibilidades: por dentro el mar te mira, por dentro el mar te absuelve, te permite, te cuida. y entonces: corro, corro a la otra orilla, del otro lado del mar, y del otro lado de mí